lunes, 25 de septiembre de 2017

Reseña de la obra Introducción a las ciencias del espíritu, escrita por Wilhelm Dilthey


Al igual que otros textos de la época que intentaron fundamentar un conocimiento autónomo, la obra de Wilhelm Dilthey dedica su primera parte a construir una línea que marque la diferencia entre lo que se denominan las ciencias del espíritu y las ciencias naturales. Es en este sentido que las ciencias del espíritu (que competen al conocimiento que lleva por objeto el estudio de la realidad histórica-social), serán consideradas como una unidad autónoma frente a otro tipo de ciencias (aunque veremos que esta diferenciación no es tan radical como el autor plantea en un primer momento) que se guían por lógicas inherentes a la producción del conocimiento. Así, Dilthey define una a una las categorías de análisis que desarrollará a lo largo de todo su escrito; por ejemplo, la noción de ciencia, de proposición y de hechos espirituales, entre otras. En tanto que Dilthey aclara cada uno de estas concepciones, realiza una crítica al conocimiento histórico precedente; lo que incluye denominaciones de la historiografía, de la filosofía de la historia, de las ciencias de la moral e incluso de la sociología como un saber general de la sociedad. De esta forma, Dilthey sostiene que los productos de estas denominaciones son estrechos para captar la verdadera magnitud de los acontecimientos históricos y su relación con el presente y la filosofía. Se debe, pues, construir -en primera medida- una conciencia de sí mismo que pueda ayudarnos a superar estas limitaciones del conocimiento histórico, que luego denominará como conciencia histórica.

(Wilhelm Dilthey: 1833-1911)

Los análisis históricos precedentes a Dilthey se fundamentaban en una cosmovisión que concebía la historia como un continuo de etapas, las que analiza críticamente el autor en su exposición; así, por ejemplo, representante por antonomasia de esta corriente de los análisis de la historia por estadios es Auguste Comte, quien, entre otras cosas, acuña el término de sociología en su obra Curso de filosofía positiva. En muchos momentos, Dilthey desarrolló sus escritos tomando una postura crítica frente a Comte. Sobre la idea de las etapas de superación en la historia, Dilthey resalta un primer estadio: la etapa metafísica, en la cual incluye a representantes de la Iglesia como Tomás de Aquino, ello porque sus análisis se unen a una visión cosmológica: hay aquí un mundo exterior que escapa de nuestros sentidos y una teleología en el desarrollo de la historia propia de una divina providencia. Dilthey inicia un recorrido histórico respecto a la concepción de la historia y de los distintos aportes de filósofos y científicos. Recordemos que esto ya lo había realizado en su obra sobre La esencia de la filosofía (Dilthey, 1960) a la vez que señala las falencias que estos planteamientos contienen.

El objetivo de Dilthey es descubrir la relación de estas últimas posturas en una totalidad, a la vez que hace una crítica al conjunto de las ciencias de la naturaleza. Allí identificará que el conjunto de las ciencias del espíritu no es tan distante del conocimiento natural, incluso cuando muchas veces el primero construye sus bases sobre el segundo. Además, recordemos que Dilthey considera al hombre como unidad vital en una mezcla de aspectos espirituales, de conciencia (cuerpo) y como muestra de sensibilidad, de un organismo que se desenvuelve en un contexto y con la naturaleza. Ésta es una unidad psicofísica indisoluble, y en tanto mezcla, es que puede entenderse la complejidad que el ser humano es para la comprensión de las ciencias del espíritu. Comprendemos así que lo que busca Dilthey es superar el continuo debate que se desarrollaba en Alemania respecto a la separación de las ciencias naturales y las ciencias sociales, ayudado en gran medida por una nueva concepción de la filosofía. Luego de haber desarrollado un largo análisis que presenta los antecedentes de las visiones del conjunto de las ciencias del espíritu y la conjunción que se ha desarrollado análogamente al compacto de las ciencias naturales, el autor se refiere al material de trabajo como realidad histórica en esta ciencia: sus particularidades, las unidades de vida, su relación con la antropología y la psicología, la biografía y la metafísica que, se convierten, a lo largo de toda la obra, en objetos de análisis que refuerzan la tesis central de la obra: descubrir una lógica que permita la consolidación de las ciencias del espíritu.

Referencias bibliográficas


Dilthey, Wilhelm. (1960).  La esencia de la filosofía. Buenos Aires: Ed. Lozada.

______________. (1949). Introducción a las ciencias del espíritu. México: Fondo de Cultura económica.

lunes, 18 de septiembre de 2017

La idea de Belleza en San Agustín de Hipona


San Agustín, como hemos visto en textos como Las confesiones, Contra los académicos, El orden y, en el que aquí nos ocupa, La ciudad de Dios, trata de temas tocantes a la verdad, de la cual afirma que, contrario a los escépticos, ésta puede ser encontrada; pues si bien se duda de todas las cosas, no se puede dudar de esa duda, siendo así, por lo tanto, que la verdad se encuentra por fuera de los sentidos. Reflexiona sobre Dios, diciendo que es la verdad, elevando lo verdadero singular a la verdad una, esa de la que todo es verdadero por participar de ella. Por otro lado, afirma que el hombre es un alma que tiene a su disposición un cuerpo mortal; del Bien afirma que es la voluntad de Dios. La forma, el orden, la simetría y la armonía son caracteres que lo ocupan constantemente, por ello los medita, al igual que con el problema de la naturaleza, el hombre, el Estado, la Ciudad y, desde luego, lo que nos interesa en esta entrada: el arte y la belleza.

Philippe de Champaigne, Saint Augustin, c. 1645-1650.

En la Edad Media la idea de la estética se encuentra estrechamente relacionada con el orden, donde el ordenador o el ser que rige el orden es la providencia divina: Dios. Es importante, por consiguiente, mencionar la triada que conforma este pensamiento estético: lo verdadero, es decir, lo interior; y lo bello y lo bueno: lo exterior. De este modo, la belleza es de carácter inteligible, concebida como una armonía moral o un esplendor metafísico, lo que significa que, en la Edad Media, de algún modo, se desconfía de la belleza exterior.

Benvenuto Tisi da Garofalo, The vision of Saint Augustine, (s.f).

San Agustín se encargó de contrastar la belleza exterior y la belleza interior, en La Ciudad de Dios (1985) dice:
Llamamos sensibles los objetos que pueden percibirse con la vista y con el tacto del cuerpo; inteligibles, los que se pueden comprender con la vista y reflexión del entendimiento; pues no hay hermosura o belleza corporal, ya sea en el estado de quietud del cuerpo, como es la figura, ya sea en el movimiento, como es el cántico o la música, de la que no pueda ser juez árbitro el alma.
 

San Agustín escribe de las cosas; las cuales existen aquellas que nos agradan y aquellas que nos desagradan, y por tanto, están sujetas a la razón, dado que causan un placer de carácter intelectual, pero siempre intermediadas por la vista:
Sobre cuya aserción no puede menos de llenarme de admiración cuando dicen que no son hermosos sino los sabios, y al mismo tiempo no puedo comprender con qué sentidos del cuerpo ven esta hermosura, y con qué ojos carnales advierten la forma y belleza de la sabiduría.
San Agustín, Sandro Botticelli, c. 1480.

Así, la belleza de las cosas está sujeta a tres aspectos: especie, número y orden. Por esto afirma que todo arte es perfecto en la medida que está bien hecho; de lo contrario, no merece ser llamada obra de arte. Cito:
Porque así como una pintura, colocado en su respectivo lugar el color negro, es hermosa, así el mundo, si uno le pudiese ver, aun con los mismos pecadores es hermoso, aunque a éstos, considerados de por sí, los haga torpes y abominables su propia deformidad.
El autor plantea que el artista tiene para sí toda la belleza de la naturaleza para imitarla. San Agustín defiende la imitación diciendo que ésta no es una copia del mundo, sino una manera de continuar construyendo el mundo, estableciendo una conexión entre Dios y la naturaleza, la naturaleza y los artistas, los artistas y el arte, y es por esto que el arte, como imitación de la naturaleza, continúa con el trabajo de Dios.
Toda la demás belleza y utilidad de las cosas creadas de que la divina liberalidad ha hecho merced al hombre, aunque postrado y condenado a tantos trabajos y miserias, para que la goce y se aproveche de ella, ¿con qué palabras la referiremos? ¿Qué diré de la belleza, tan grande y tan varia, del cielo, de la tierra y del mar; de una abundancia tan grande y de la hermosura tan admirable de la misma luz en el sol, luna y estrellas; de la frescura y espesura de los bosques, de los colores y olores de las flores, de tanta diversidad y multitud de aves tan parleras y pintadas, de la variedad de especies y figuras de tantos y tan grandes animales, entre los cuales los que tienen menor grandeza y cuerpo nos causan mayor admiración? Porque más nos admiran las maravillas que hacen las hormigas y abejas que los disformes cuerpos de las ballenas.

Referencias bibliográficas

San Agustín. (1985). La ciudad de Dios. Barcelona: Orbis.
 

lunes, 4 de septiembre de 2017

Consideraciones sobre la centralidad o desvío de la mirada en el cine y la pintura


El rostro ha sido objeto de innumerables alteraciones en el campo artístico; adecuado, deformado y enaltecido por los designios y gustos de los artistas, escultores y pintores, constituyendo un rasgo central en la transmisión de sensaciones en sus obras. Su formación contiene rasgos definitorios singulares, pero tal vez sea la mirada hacia el espectador aquello que resalte en sus intenciones, fuese incomodando, estremeciendo o regocijando el espíritu de quienes observan como espectadores. Tomaremos en el campo del cine dos ejemplos de escenas realizadas por reconocidos directores: el primero Alfred Hitchcock, quien en una escena de su película Psycho (1960) capta el grado de locura y de Norman Bates con tan solo indicar que éste mantuviese la mirada fija a la cámara. Aquí el personaje se dirige a los observadores para crear un ambiente que pudiese trascender el film e incitar al desconcierto y a la impaciencia.

 
El actor Anthony Perkins en el film de Hitchcock 

De igual forma, la idea de someter al espectador al escrutinio de los personajes que muestran problemáticas de identidad se retoma en películas como A Clockwork Orange (1971), dirigida por Stanley Kubrick. Allí, la primera escena de Alex nos hace recordar aquella escena que ya habíamos visto años atrás en Psycho.

El actor Malcolm McDowell en el film de Kubrick.

En otras ocasiones detallamos que el director aboga por desviar la mirada de un actor para escenas relevantes en la trama que, por lo general, se vinculan a la desolación, el infortunio y la vergüenza, como la siguiente (utilizada también para la portada de la película) realizada por Ingmar Berman en The seventh seal (1957).


Max Von Sydow en el film de Bergman.

En el ámbito de la pintura podemos encontrar elementos comunes que destacan esta perspectiva en la centralidad de la mirada en la obra. Ello lo encontramos en las siguientes pinturas que precisan la desviación de la atención del personaje, incitando a preguntarnos: ¿Qué es lo que el artista quiso dar a entender? (si es que quería dar a entender algo) Como la imagen anterior, aquí la representación observa hacia abajo y a la derecha. Un semblante que para nosotros podría demostrar apatía, distraimiento, aceptación o resignación.

Odilon Redon, Portrait de Mademoiselle Jeanne Roberte de Domecy, 1905.

Debemos tener en cuenta que el autor de esta obra se mueve en la corriente del simbolismo, allí podríamos encontrar alguna semejanza con casi todas las escenas cripticas de The seventh seal. Por otro lado, una nueva pintura de Redon muestra esta desviación en la mirada que puede ser catalogada de curiosa perversión. Tal expresión, unida a la grotesca sonrisa, indica que la existencia de algo por fuera de la obra. 

Odilon Redon, La araña sonriente, 1881. 

¿A dónde observa aquel ente? Podríamos preguntarnos lo mismo respecto a la ya entrañable mirada de La Gioconda de Leonardo Da Vinci. Sobre la importancia de los ojos en la definición de un rostro, la obra de Arnold Schoenberg, La mirada roja (1910), en donde generalmente se hace énfasis en lo observado. ¿Sentimos que estamos siendo observados de la misma manera que cuando nos observa otra entidad conciente? O, por el contrario, somos cada vez más partícipes de aquella sensación de ser observados, incluso estando, aparentemente, solos.


            Arnold Schoenberg, La mirada roja, 1910. 

Hay pinturas a los que no se puede categorizar en este sentido; en ellas no encontramos centralidad o desvío de la mirada. Por ejemplo, en el cuadro siguiente solo queda, como despojo de la admiración, una leve inseguridad respecto al sentido de aquella magna y divina expresión:

Arnold Schönberg, Lágrimas, 1910.  

Lo importante es resaltar cómo estos elementos comunican intenciones (o precisamente la falta de ella) de los personajes. Estos aspectos pueden referir a externalidades que se ubican más allá de su puesta en escena, que están por fuera de nosotros y que no podemos o debemos concebir. Así, los ojos constituyen uno de los rasgos definitorios de lo que va a ser la expresión general de lo representado. ¿Quién negaría que, sin la expresión en los ojos de Saturno, la pintura de Goya no concedería, como una puñalada, aquella cruenta angustia?

Francisco de Goya, Saturno devorando un hijo,1819-1823.